jueves, 28 de enero de 2016

Tiempos (pos)modernos. La desvalorización del saber. Un humilde homenaje José Martí en el día de su cumpleaños. La canonización del capitalismo. Felicidad y facilismo. De águilas y mariposas y libertades.


“Me preocupa estar yendo a pasos agigantados a una sociedad donde el conocimiento no es un valor, donde saber está mal visto” me dijo un amigo hace un par de días, y me dejó pensando.
¿Es local o universal el fenómeno? Mi hermana en Suecia tiene una preocupación parecida y por mi estrecho contacto con Estados Unidos veo que allá pasa algo similar. 
Mi amigo lo decía en referencia a la deshistorización que pretende este nuevo gobierno y a las estrategias de los medios por ‘embrutecer’ al pueblo, pero yo no me atrevo a culpar al macrismo de un fenómeno tan global como la estupidización humana. Aún más, ni siquiera creo que sea algo de estos tiempos.
Por una de esas coincidencias que me encantan resulta que estuve pensando en citar a Martí justo en el día del aniversario de su nacimiento. Es pertinente porque una de las grandes preocupaciones del modernismo latinoamericano pasa por ese lado: la trivialización de la sociedad moderna y la exaltación de los valores de lo material en detrimento del arte y de los sentimientos (comparable a la preocupación de mi amigo sobre el saber).
“Otros pueblos -y nosotros entre ellos- vivimos devorados por un sublime demonio interior, que nos empuja a la persecución infatigable de un ideal de amor o gloria; y cuando asimos, con el placer con que se ase un águila, el grado del ideal que perseguíamos, nuevo afán nos inquieta, nueva ambición nos espolea, nueva aspiración nos lanza a nuevo vehemente anhelo, y sale del águila presa una rebelde mariposa libre, como desafiándonos a seguirla y encadenándonos a su revuelto vuelo.
No así aquellos espíritus tranquilos, turbados sólo por el ansia de la posesión de una fortuna.” [Martí, J. 1881. En los Estados Unidos. Escenas norteamericanas: “Coney Island”]

Demasiado para decir sobre esa frase. 
Puede ser que sea “culpa” del capitalismo —es increíble cómo personificamos al capitalismo como si fuera casi un dios (venerado por algunos) con una voluntad propia y la capacidad de ejercerla— o puede ser simplemente que sea una victoria de las mentes limitadas que imponen su limitación como la norma para no quedarse pagando cuando otros -más instruidos, más intuitivos o más perspicaces- comentan algo que queda fuera de su posibilidad de comprensión.
Es más fácil tener aspiraciones materiales. Es más fácil la felicidad cuando depende de un electrodoméstico y no de la capacidad de conmoverse con un objeto artístico. Es más fácil la vida si ser feliz es salir en una foto flacos, bronceados, sonrientes y con gafas RayBan en lugar de tener una charla que nos obliga a la reflexión y la autosuperación. Es más fácil ser intelectual si leer es leer a Coelho y no desafiarnos con un José Martí.
Y sí, es más fácil para el burgués quedarse en la superficie. Es más fácil no ejercer la autocrítica, es más linda la vida si vivimos en un barrio privado con jardinero donde no estamos obligados a cruzarnos con el negrito que te limpia el parabrisas o con el nene que te pide una monedita en el micro. Es más fácil todo si la ignorancia se pone de moda.


PD: Si me pongo a hablar de la hermosa metáfora del águila y la mariposa me queda demasiado extenso el texto. Sólo me voy a limitar a destacar el uso que Martí da a la palabra “libre” en el fragmento previamente citado, en relación con mis reflexiones sobre la libertad de la entrada del 18 de diciembre pasado. Martí sí sabe de libertades. Martí no se deja engañar por el águila guerrera de la supuesta libertad estadounidense (esa que no es gratis), y entiende que la verdadera libertad es un estado del alma, libre de las cadenas del capital.

lunes, 25 de enero de 2016

Los tiempos de la vida. Volvieron las menciones a los griegos. Productividad. Qué es en verdad el tiempo libre. Justificaciones y más justificaciones. Resignación y descanso al fin.

Ya lo dice Vox Dei, lo dicen The Byrds, lo dice la Biblia, lo dicen los griegos de antes: hay un tiempo para cada cosa.

Pretender ser productiva el 100% de mi tiempo no me ha llevado muy lejos. De hecho, me llevó a pasar ya 26 días (sí, los voy contando) en reposo con la pierna en alto. 

El día que me quebré lo pasé en el hospital, aseguraba a todo el que se me cruzaba que aprovecharía el “tiempo libre” para preparar varios finales y avanzar en la carrera. No me percaté en su momento de un pequeño detalle: este obligado reposo no constituye exactamente tiempo libre
Mi mente no está libre, y mi cuerpo tampoco: ambos están presos de un yeso que ocupa el 90% de mi pierna derecha y una gran parte del día el 100% de mi mente. A veces me duele y me enojo porque me duele y no pienso en otra cosa que no sea por qué me duele cuando ya debería estar bien -cosa que no deja de ser una expectativa irrealizable, el médico dijo tres meses. 
A veces no me duele pero me incomoda y siempre que tengo que moverme me lo planteo dos veces: ¿es real y absolutamente necesario que haga ese viaje? Solo si la respuesta es un rotundo sí agarro las muletas y emprendo la odisea.
La necesidad de justificar ante el mundo que no estoy siendo productiva porque me quebré la tibia y el peroné y me pusieron una placa y nueve tornillos me desgasta. Fotos del yeso y constantes explicaciones tales como “hoy no estudié porque me dolía”, o “ayer iba a estudiar pero me quedé dormida” o “no salgo de casa porque me resulta sumamente engorroso caminar con las muletas hasta el ascensor y de ahí a la puerta del edificio”, ni hablar del terror que me dan las baldozas sueltas y las irregularidades de la vereda.
Este mismo escrito no es más que una justificación de mi improductividad de los últimos veintiséis días y los próximos quién sabe cuántos, porque intento convencerme de que todo va a ser mejor cuando pase del yeso a la bota walker y empiece la rehabilitación pero no puedo estar tan segura de que no me va a doler aún más cuando empiece a mover el tobillo de nuevo.

Como dicen Vox Dei, The Byrds, la Biblia y los griegos de antes: hay un tiempo para cada cosa, y evidentemente, para mí, este es tiempo de descanso y recuperación. 

No tiempo libre, no tiempo de estudiar, no tiempo de empezar un proyecto super productivo que me haga sentir que el reposo valió la pena. Simplemente tiempo de poner la pata en alto y distraerme con alguna pavada hasta que el cuerpo haga su trabajo de sellado y mi hueso vuelva a la normalidad (o lo más parecido posible a la normalidad).

domingo, 24 de enero de 2016

El reposo y el aburrimiento. De cómo no me quebré la tibia. Paciencia. Un palazo para Clarín. La fortuna de tener la pierna rota. Perspectivas.

Ya me está empezando a afectar el reposo. La vez anterior decía que no soy capaz de aburrirme, creo que sobreestimé mi capacidad de encontrar cosas para pensar.

El 30 de diciembre tuve la genial idea de ir hasta Magdalena a probar windsurfing en el río. Hacía mucho calor y había viento, las condiciones no eran las mejores para empezar, pero soy caprichosa y no me voy a quedar con las ganas de hacer algo que quiero. 
El windsurf es difícil, mucho más difícil de lo que parece. La tabla tiene dos agarraderas donde enganchás los pies y con las manos te agarrás de la vela, que se mueve para todos lados. 
Resulta que hacer equilibrio en el agua no es mi fuerte. En un momento dado, la vela se me zafó y la tabla se fue para donde quiso, el pie izquierdo salió de la agarradera, el derecho no. La tibia se me retorció como un trapo de piso hasta que pude sacar el pie de la tabla y así quedé tirada en la orilla con la pata rota. El resultado: una cirugía, dos cicatrices y tres meses sin pisar, pero ¿quién me quita lo bailado? O lo surfeado…

Mi hermana me sugirió escribir sobre el reposo. No sé si hay mucho para decir. 
Principalmente puedo garantizar que es aburrido y requiere muchísima paciencia, que por suerte sí es mi fuerte. Creo que mi mayor virtud es mi paciencia, pero fue adquirida, solía ser muy ansiosa y la vida me enseñó a esperar pacientemente porque la ansiedad no hace que las cosas lleguen antes y la verdad es que la pasás mejor cuando no estás contando los minutos que faltan para que llegue eso que esperás.
La historia sobre mi fractura es evidentemente falsa, o ficticia (me gusta más la noción de ficción que la de mentira, algún día desarrollaré esa distinción). La verdad sobre cómo me quebré la tibia y el peroné es inmensamente más aburrida. ¿Para qué voy a contar la versión real, si la ficticia es mucho más interesante? Creo que unos cuántos diarios argentinos tienen ese concepto como máxima para sus noticias.

Qué más puedo decir sobre el reposo, además de la paciencia que requiere. Que no se siente como si hubiera perdido todo el verano, que no me da envidia que la otra gente pueda disfrutar de la pileta y el aire libre. Que no me resulta tan difícil quedarme en casa con la pata en alto, salvo por los ratos de aburrimiento en los que siento que se me pasó la vida acá adentro.
Soy afortunada en tener aire acondicionado, una casa con todas las comodidades y un padre que viene tres veces por día a darme la comida y asegurarse de que esté bien. No me puedo quejar, mi yeso no pica y mi pierna (casi) no duele. 
Cierto, podría quejarme, pero ¿para qué? No va a cambiar nada de mi situación actual. Prefiero destacar las ventajas de estar quebrada en un contexto burgués y no las desventajas de estar quebrada frente a estar sana. Lo segundo no suma, lo primero me hace sentir bien y me otorga perspectiva.


Todo en la vida es una cuestión de perspectiva. Bueno, no sé si todo, algunas cosas son menos relativas, pero en este caso sí, mantener la perspectiva es determinante.

martes, 12 de enero de 2016

Demasiados pensamientos. Miedo. Libertad de expresión. La infaltable cita de autoridad. La utilidad de opinar. Para qué demonios escribo.

Son tantas las cosas sobre las que podría escribir que siento una especie de explosión mental diícil de ordenar. Demasiados días en reposo, demasiados sucesos en lo personal y en lo global. Demasiadas reflexiones que podría estar haciendo.
Una de esas cosas que me cuestioné todos estos días es la de hasta qué punto me conviene hablar, o escribir, sobre lo que realmente pienso. 
Claramente ha habido en el último mes una persecución política en nuestro país que infunde el miedo de quien piensa diferente. ¿Vale la pena decir lo que pienso y arriesgar, por ejemplo, mi puesto de trabajo? ¿Vale la pena exponerme al punto de perder seres queridos porque consideran que mi forma de pensar me hace indigna de su compañía? Y cualquiera podría decirme -y yo misma me diría- que una persona que no me considera digna de su saludo por pensar diferente es una persona que definitivamente no quiero tener en mi vida. Cierto, pero ¿qué pasa cuando de pronto esas personas son muchas, y la alternativa es quedar (aún más) sola?
Martin Luther King dice que "nuestras vidas inician su final el día que callamos las cosas que importan”. Me gusta la frase porque me obliga a seguir hablando, porque me recuerda que el silencio es complicidad y la complicidad se convierte en culpa. Pero no puedo evitar pensar en qué precio estoy dispuesta a pagar con tal de seguir exponiendo mis opiniones y mis formas de ver las cosas. 

Ayer un amigo me decía que hay que medir cómo uno es más útil a su ideología: si puteando a los cuatro vientos o trabajando de callado. Eso me hizo reflexionar sobre mi utilidad. ¿Escribo porque lo considero útil? ¿Yo me considero útil? ¿Útil para qué, para quién? 
No sé si se trata de utilidad/pragmatismo, o de una simple pulsión irracional que me lleva a niveles de exposición muchas veces nocivos para mí. ¿Tendré que aprender a callarme la boca? ¿O tendré que hacerme cargo de mis opiniones y encontrarles la utilidad? 

No escribo para convencer a nadie. No me interesa ni convencer, ni persuadir, ni cambiar opiniones. Sólo me interesa que lo que pienso -que es tanto- no muera en mi mente inerte. Que salga, que le llegue a alguien, pero no sé para qué. Tendría que averiguarlo.




martes, 5 de enero de 2016

Mi tibia y el reposo. Pensamientos. Contra-argumentos. El omnisciente tipo y el Universo. Cuál será el nombre de la patología de ponerle nombre a todo.

De la manera más absurda -pero muy digna de mí- me quebré la pierna y me esperan varias semanas de reposo. Personas allegadas me ofrecen libros, películas, series y todo tipo de entretenimiento mientras yo descubro lo que -no termino de decidir- puede ser mi mayor bendición o mi peor condena: la capacidad de entretenerme con nada más que mi propia mente. Tengo la extraordinaria facultad de poder estar horas mirando el techo en silencio viendo pasar caravanas de pensamientos inconexos que me entretienen y me torturan a la vez. Quizás por eso escribo.
Hay personas a las que, cuando discuten, se les nota en la cara que no me están escuchando sino que están esperando que termine mi exposición para darme su contra argumento. Contra es una palabra demasiado generosa en la oración anterior. La mayoría de las veces no saben qué dije, no lo procesan, no lo escuchan. Miran con la mente perdida mientras elaboran su postura para después sonreir con aires triunfales ante mi frustrado silencio. Con esa gente trato de no perder demasiado tiempo.

Estando internada tuve que escuchar a un hombre que sabía poco de todo y mucho de nada decir “yo puedo opinar sobre todo, porque sé de todo”. Un omnisciente tipo. 
El dolor en la tibia quebrada me impidió salir corriendo de la habitación al grito de “esto es demasiado para mí”, pero mi habilidad sobrenatural de fuga mental me vino como anillo al dedo.

Cuando dos (o más) de esos ‘omniscientes tipo’ se encuentran, tiembla el Cosmos. Calculo que el orden natural del Universo contempla la existencia de esos especímenes, pero su combinación puede ser letal. No para ellos, que están tan entretenidos escuchando su propio discurso que ni siquiera se percatan de que existe un mundo a su alrededor, sino para espectadores casuales y transeúntes a quienes después de varios minutos de exposición a sus energías se les van explotando los cerebros como salchichas en el microondas.

Ahora: lo difícil para los que tenemos mentes sobreestimuladas es callarlas. La meditación tiende a aburrirnos y poner la mente en blanco se convierte en un desafío tan grande que terminamos ocupándola ideando planes y esquemas de paso-a-paso para lograrlo. Esto es en sí mismo, el fracaso.

Envidio a los que pueden simplemente no pensar en nada, o pensar en imágenes, sin tener que narrar constantemente todo lo que se les cruza por la cabeza. A veces me pasa que si no lo narro siento que no lo pensé y vuelvo atrás en la idea para ponerle palabras mentales. Debe haber un nombre para esa patología, y no sé si quiero saberlo.