martes, 29 de abril de 2025

De renuncias y libertades. Del amor y la crueldad y del fin de la inclusión. Un poco de pesimismo en un mundo cada vez más oscuro.

La verdadera y única libertad es la completa ausencia de amor.

Hace ya un cuarto de siglo, en el taller de argumentación que cursé en mi último año de escuela secundaria me instaron a escribir sobre la libertad. La conclusión de mi ensayo fue que la libertad absoluta no existe, ya que la vida en sociedad implica siempre una renuncia, un compromiso, un encuentro que habilite la existencia compartida de personas muy diversas.

Aunque aún coincido parcialmente con la joven inocente de diecisiete años que creía que el mundo podría equilibrarse sin más que con la buena fe de las masas, hoy me descubro asqueada ante la audacia con la que se desvirtúa el término para justificar el odio y la crueldad.

Y sí, veinticinco años después llevo mi definición un paso más lejos y me aventuro a afirmar que la libertad absoluta necesariamente requiere una ausencia de amor. Porque cuando amamos, la necesidad y el bienestar del otro pasan a un primer plano que muchas veces se antepone a los deseos propios y nos obliga a posponernos en función de un otro que nos necesita más que nosotros mismos. Amar es aceptar, es perdonar, es dar sin esperar nada a cambio, es pensar también en un otro a la hora de tomar decisiones. Entonces, necesariamente, amar es perder una parte de la libertad.

Ahora bien, este nuevo concepto de libertad, que resuena tanto desde hace un tiempo, no propone simplemente la ausencia de amor, sino que nos lleva a sitios aún más siniestros. Pareciera que para ser libre fuera necesario vociferar el odio, ejercer la crueldad. Ya no se trata simplemente de evitar posponernos por amor a un otro, sino de ignorar por completo la existencia, las necesidades, los sentimientos de ese otro. Da la sensación de que la libertad que se busca es la de odiar, la de oprimir, la de decir las cosas más aberrantes sin la más mínima consecuencia. Y eso a mí me repugna.

Muchos dicen que hoy la grieta ya no es política, sino moral, yo creo que ni siquiera. Creo que lo que nos diferencia no tiene que ver con la concepción del bien y el mal, sino simplemente con el amor: hoy la grieta es sentimental.

Hace rato pasaron de moda los lemas “la patria es el otro” y “el amor vence al odio”, que poco más de una década atrás movilizaban multitudes. Ya quedaron vetustos y polvorientos, como trazos de una era extinta.

Hoy la consigna es la libertad individual por encima de cualquier aspiración colectiva. Es el sálvese quien pueda, el jodete, hoy es el “me chupa la pija la opinión de los kukas”. Frase que incomoda, creo, no sólo por lo violento de la metáfora (que sigue haciendo del sexo una herramienta de dominación y no de goce), sino principalmente por la negación de toda posibilidad de disenso: si sos distinto a mí, tu opinión no me interesa, porque yo soy libre de odiarte hasta exigir tu exterminio.

Y sí, como creía a mis diecisiete años, ser libre implica, necesariamente, ignorar la existencia del otro, porque la vida en sociedad tiene como requisito obligatorio la postergación de algunas libertades individuales, en pos del bien común.

1 comentario:

  1. Muy buen planteo. La palabra libertad está en disputa, tironeado al menos entre dos conceptos distintos.

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