A propósito de la frase de mi entrada anterior, μηδὲν ἄγαν (nada en exceso) el otro día recordé algunas palabras del Coronel Mansilla que leí no hace mucho en en Una excursión a los indios ranqueles:
"Digan lo que quieran, si la felicidad existe, si la podemos concretar y definir, ella está en los extremos. Yo comprendo las satisfacciones del rico y las del pobre; las satisfacciones del amor y del odio; las satisfacciones de la oscuridad y las de la gloria. Pero ¿quién comprende las satisfacciones de los términos medios; las satisfacciones de la indiferencia; las satisfacciones de ser cualquier cosa?
Yo comprendo que haya quien diga: —Me gustaría ser Leonardo Pereira, potentado del dinero.
Pero que haya quien diga: —Me gustaría ser el almacenero de enfrente, don Juan o don Pedro, un nombre de pila cualquiera, sin apellido notorio –eso no.
Y comprendo que haya quien diga: —Yo quisiera ser limpiabotas o vendedor de billetes de lotería.Yo comprendo el amor de Julieta y Romeo, como comprendo el odio de Silva por Hernani, y comprendo también la grandeza del perdón.Pero no comprendo esos sentimientos que no responden a nada enérgico, ni fuerte, a nada terrible o tierno."
Desde algún lugar puedo comprender las dos posturas, por un lado, los excesos son malos, por otro lado, es cierto también que los términos medios no son el camino más seguro hacia la felicidad —aunque sigue abierta la pregunta ¿qué es exactamente la felicidad?, cuya respuesta ayudaría también a definir mejor este tema de los excesos.
Igualmente, creo que entre la máxima griega y el literato militar, me quedo con la primera. No sé si la felicidad se encuentra en la escala de grises, pero sin dudas es más fácil la vida cuando uno se predispone a comprenderla no en términos de opuestos sino en gamas de posibilidades que se entremezclan y que incluso pueden ir mutando con el tiempo.
Recién ayer vi la película Blue Jasmine. Interesante momento para mirar una película en la que se manifiesta el contraste cultural de las clases sociales, a penas días después de haber experimentado algo que no me había sucedido nunca antes:
En sólo un par de horas, pasé de estar en un salón de arquitectura neoclásica, rodeada de gente de la alta sociedad —de esa que parece tener un impedimento del habla mediante el cual todas las vocales resultan nasalizadas— con sus stilettos y sus vestidos de raso, a encontrarme varada en un vagón de tren en el conurbano con multitudes de individuos sudorosos y cansados volviendo a sus casas después de una larga jornada.
Cabe destacar que, por razones diferentes, no me sentí cómoda en ninguno de los dos lugares. En el primero me sentí mejor que ellos, y esa sensación de snobismo revertido me hizo mal. Me sentí moralmente superior, nunca me gusta sentirme superior.
En el segundo lugar me sentí insegura, indefensa y sin dudas peor persona que todos aquellos que viajan así porque no pueden viajar mejor, porque yo tranquilamente hubiera podido (y de hecho quería) volverme durmiendo plácidamente en un asiento de pana en un micro con aire acondicionado.
Hay otra máxima griega que dice γνῶθι σεαυτόν (conócete a ti mismo). Creo que esa es la clave del éxito, aunque yo le agregaría "sé fiel a vos mismo". Conocerse a uno mismo es saber a qué ámbito pertenece, en qué ambiente se siente cómodo, o más cómodo, o menos incómodo. Conocerse a sí mismo es también saber si para uno la felicidad pasa por los excesos o por los términos medios o si es irrelevante por dónde pase la felicidad.
Hay quienes creen que para ser feliz es necesario salir de la zona de confort. También hay quienes confunden "zona de confort" con "conocerse a sí mismo". Uno generalmente sabe qué quiere, qué límites quiere cruzar, qué cosas le hacen bien y cuáles no. Salir de la zona de confort es fantástico, siempre que no implique no ser fiel a uno mismo, a sus convicciones, a sus necesidades, a sus sentimientos.
Estoy divagando demasiado. La conclusión de este relato es que hoy no voy a llegar a una conclusión.
Creo que el asunto de la falicidad es uno muy individual y por eso no hay una definición de la misma. Sí estoy de acuerdo con Mancilla en cierta medida, porque no es extraño que el ser humano busque la felicidad fuera de sí mismo, donde definitivamente no reside. Buddha dijo "La felicidad no es la meta, es el camino" y con esto creo que estaba tratando de decir que la felicidad no es algo que se busque como un tesoro detrás del arco iris.
ResponderBorrarEl salir de la zona de confort es más una declaración contra el conformismo, en un sentido más bien intelectual y espiritual. Si estamos cómodos y "durmiendo en los laureles" hemos dejado de desafiarnos a nosotros mismos, Es en los desafíos cuando uno progresa. Pero el nunca vivir en la zona de comfort no es tampoco sinónimo de felicidad, tal vez para algunos la felicidad constituya el superarse continuamente, pero no para todos.
Me parece que Lonesco dijo algo como "Son las preguntas las que unen a la gente y las respuestas las que dividen la humanidad" y me parece un poco así.
Ionesco, por favpr! qué escribí?
ResponderBorrarEstas tirando unos títulos fantásticos. Quedé encantada con el "Carpe Diem. Me aburro". Un poco como eso es todo esto que escribiste, no?
ResponderBorrarSiempre digo que es difícil mentirse. Pero lamentablemente -al menos eso creo yo que vivo en una constante sorpresa- uno nunca termina de saber acerca de las fidelidades, y las elecciones, y los lugares de bienestar. Es decir, los importantes sí. Podés tener grandes indicios de que algo en particular no va a aportar nada a tu cabeza, a tu vida, pero a veces, muy de cuando en cuando, le pifias. Y ese aparente error trae aparejadas grandes situaciones. Convengamos que hay "zonas de confort" más grandes que otras. Yo creo que el desprendimiento más profundo de la zona de confort, al menos ahora, no sé, porque me parece, porque me tomé un mate perfecto, tiene que ver con asimilar que la búsqueda por fuera de la comodidad quizás sea de la mano de cosas que uno desconoce profundamente.
Hay una anécdota muy divertida que se retrotrae a mi año, año y medio, en el cual miraba sentada desde el borde la planicie eterna de agua cristalina de una pileta mientras alguien, una abuela, una tía tomaba sol al lado mío y otro, un padre, un tío le advertía que yo me iba a tirar. Y mientras debatían si yo sería capaz o no, me arrojé y me hundí como bolsa de papas (mis dotes natatorias no estaban aceitadas). Fue un hecho fundacional. Mi viejo metió una mano en el agua y me cazó de la malla y me inmiscuí por primera vez en eso del desprendimiento de la zona de confort. Y coincido que no es de cualquier manera. Uno en el fondo algo sabe. En el fondo de la pileta, digo.
Deliré un montón mientras escribía. Qué alegría que volvieron tus reflexiones cibernéticas.
Besos van