jueves, 23 de julio de 2020

Las palabras y las cosas. La pandemia, la cuarentena. Algo que perdimos. Algo que sobra. Un montón de absurdos “para qués” (porque para los “por qués” ya es demasiado tarde).

Todos somos muy concientes de la distancia que separa a las palabras de las cosas, todos conocemos la imposibilidad de decir “con palabras de este mundo” —diría Pizarnik— lo que sentimos, lo que nos pasa, lo que somos. Pero, ¿qué ocurre cuando las palabras son todo lo que nos queda, cuando ya no hay abrazos, no hay miradas, no hay olores, no hay esa “vibra”, esa energía vital que comunica lo que falta?

Ya van varias personas que me dicen que “con la cuarentena” sienten una necesidad mayor de verbalizar sus sentimientos hacia los demás, que están “más sensibles”, o “más expresivos”. Pero siempre hay algo que queda por fuera de nuestra capacidad de decir, hay algo más allá de las palabras y, seamos realistas, no todos somos artistas, no todos podemos dibujar lo que resta, o sacar una foto que comunique, no cualquiera escribe un poema como los de la ya mencionada Alejandra, y sería una coincidencia muy maravillosa (y de hecho lo es) encontrar un artista que pueda expresar exactamente aquello que nosotros no tenemos cómo decir.
Mucho se perdió con la pandemia, no hablo solo de vidas, y de calidad de vida, y de medios de vida, y de modos de vida, que se perdieron con la pandemia, con la cuarentena, con la crisis internacional que se desató a partir de este virus inesperado. Se perdió el vínculo —no quiero decir que cambió, porque en realidad no se trata de un reemplazo, sino de una verdadera y completa pérdida.
Los que me conocen saben que no soy fan de los abrazos, que en el abrazo me siento expuesta, vulnerable, atrapada en el afecto que no sé —o no quiero, o tal vez no puedo— demostrar, pero más de una vez en estos últimos ciento y tanto de días que llevo del llamado “distanciamiento social” me he encontrado extrañando el contacto con el otro (con le otre), aunque ese contacto no esté mediado por un abrazo (tan sofocante como reconfortante), aunque sólo sea el sentir que hay otro ser humano en la proximidad de mi piel.

Lo virtual me agota, me cansa, me hace doler la cabeza. Escucho música pero no hay alguien cantándola en un escenario a pocos metros de mí. Tengo conversaciones pero no hay un mate que va vacío y vuelve lleno y que pasa de mano en mano como un totem de amistad, de secretos, de risas, de historias y de debates que aunque no vayan a cambiar el mundo da gusto entablar. 
Mi casa existe para compartirla. Yo existo para compartirme. ¿Qué es de mi parrilla sin brasas que acompañan una reunión de amigos? ¿Qué es de mis palabras si no hay alguien que las lea? Tantos vasos duermen en la alacena y tantas sillas juntan polvillo y tantos pensamientos mueren en mi mente. ¿Qué sigue? ¿Cómo podemos llenar el vacío?

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