sábado, 2 de marzo de 2019

De cómo enmascaro el dolor en violencia. El desprecio de la clase media por todo lo nacional. Algo sobre raíces y primeros mundos. Quiénes me robaron mi nacionalidad y cómo la recuperé.

Lo que me duele me vuelve agresiva.

Esa idea de que en Argentina nada se hace bien, esa idea de que todo lo nuestro es “trucho” acompañada de la falacia de que en Europa todo es mejor, eso despierta lo peor de mí.

Porque me lo creí. Porque me lo hicieron creer. Porque no me dejaron elegir, investigar, comprender. Porque me adoctrinaron desde muy chica para despreciar todo lo nuestro mientras aprendía cómo endiosar todo lo foráneo. Porque me lavaron el cerebro vendiéndome el pescado podrido de que solo en “el primer mundo” podría ser feliz porque solo allí las cosas “funcionan”.

Y me fui del país una vez.
Y me fui del país dos veces.
Y dicen que la tercera es la vencida. Y para mí lo fue.

Pero yo tuve la posibilidad de salir del país y comprobar con mis propios ojos que todo eso que me habían hecho creer no son más que giladas. Y todos los que no pudieron vivir en el exterior y descubrir que la vida no es más fácil, no es mejor, no es superior, solo es distinta, siguen creyendo que somos la mierda que no se va del inodoro cuando tirás la cadena. Siguen creyendo que existe un lugar en el mundo donde todo lo que no les gusta de acá no existe y solo hay lugar para las cosas lindas. 
Y esa gente le hace un daño a nuestra cultura pero ellos son tan víctimas como yo. 

Y peor que los "Luis Solari" que, sin haber vivido en otros países, nos venden el verso de que existe un “primer mundo” donde “estas cosas no pasan”. Peor que ellos, más repudiable y más detestable es el que sí vive o vivió en el exterior y vuelve con aires de superioridad a menospreciar la única raíz real que tiene y va a tener que es este país que tanto asco le da.


Bienaventurados los que no crecieron en un seno familiar europeísta, los que fueron educados para adorar lo propio y comprender que en cada cultura hay cosas buenas y malas y bellas y feas y la nuestra no es mejor ni peor que ninguna otra. Yo no tuve esa fortuna. Yo tuve que salir y hacer la experiencia sola. Y eso me pesa. 

Me pesa porque recién a los 26 años pude escuchar un tema entero de Charly sin que nadie viniera a censurármelo al grito de “eso es una basura”. 
Me pesa porque recién después de los 30 descubrí nuestro folklore (conocí a León Gieco a través de Joan Baez y de la versión en inglés de “Solo le pido a Dios” por Bruce Springsteen).
Me pesa porque me siento engañada, porque siento que me robaron parte de mí, parte de mi identidad, parte de mis raíces (que no son italianas, son argentinas, como yo, como mis padres, como tres de mis abuelos).
Me pesa porque siento que me perdí una porción de mi vida y me da envidia cuando otros me hablan de cosas que yo conocí de adulta con la naturalidad de quien nació entre ellas.

Pero yo, a fuerza de viajes, a fuerza de “perder” tiempo en otros países y de perderme a mí misma en versiones extranjeras de alguien que jamás fui, me terminé encontrando aquí, en este lugar “tan berreta” del que nunca debí haberme ido.

jueves, 7 de febrero de 2019

La curiosidad de distinguir entre ser y estar. Soy feliz pero estoy triste. Sobre la bondad y su interacción con los verbos. Ser sola vs estar sola. Ser solo no existe, casualidad?

Los hablantes de castellano tenemos un privilegio -no me canso de decirlo- y es la diferenciación de los verbos “ser” y “estar”.
Gracias a esa maravillosa distinción, uno puede “ser feliz y estar triste”, sin caer en contradicciones ni incoherencias.
Lo que en otras lenguas es tan difícil de comunicar, en la nuestra se simplifica con un desdoblamiento del verbo que indica, por un lado, la condición permanente, o el trasfondo, y por otro lado la condición momentánea, circunstancial, pasajera.

En castellano, “ser buena” y “estar buena” tienen distinto valor. Una puede ser buena sin estar buena, o puede estar buena sin ser buena. Ser buena tiene que ver con la bondad, estar buena, no.



Hace unos años hablaba con una amiga sobre la frase “ser sola”. Ella se definía como sola, es decir “soy sola”. Yo nunca pude sentirme así, esa libertad que pregonaba su “soy sola” en mí se sentía más parecida al encierro. Yo nunca quise ser sola, pero muchas veces en mi vida elegí estar sola.
Y ahora que estoy más grande (y más sola), me pregunto si la permanencia del “ser” era lo que me hacía ruido, o si tiene más que ver con una cuestión de definiciones.
Cuando uno define algo usa el verbo ser, no el verbo estar, y creo que eso era lo que imperceptiblemente me hacía ruido. La sensación de que ese “sola” me definiera, o mejor dicho la idea de definirme a partir de quién me acompañara, circunstancialmente, en la vida, eso me molestaba.


Estoy sola me gusta más que soy sola porque yo soy individualmente, no soy una parte de un par, no soy una media ni un guante ni un zapato, soy una persona y conmigo solo alcanza. Entonces no necesito aclarar nada, no necesito aclarar mi soledad. Soy un individuo que ocasionalmente se encuentra acompañado en la vida por otro a quien llama su pareja, compañero, novio, marido (depende del momento). No soy una mujer a la que le falta algo, no soy incompleta, soy toda yo, y ese todo a veces está con alguien. 

Además de todo lo dicho también aparece la cuestión de género. Nunca nadie describió a un hombre como “es solo”. Ser sola es pura y exclusivamente dominio femenino. La mujer es en función de un hombre (siempre el patriarcado heteronormativo al mando). El hombre simplemente “es”. La mujer “es sola”. A mí no me va esa onda.
Yo me rehuso a ser sola. Me rehuso a considerar no sólo que la falta de compañero sea condición permanente de mi ser, sino más aún, a definirme a partir de esa falta. 
Para ser, prefiero ser buena. Soy buena, estoy sola. Me gusta más que soy sola y estoy buena (aunque no voy a negar que estar buena también forma parte de mi deseo).

Creo que la frase más bonita de nuestra lengua es “soy feliz, pero estoy triste”.