domingo, 9 de noviembre de 2025

De la angustia irrefrenable de estar vivo. Del poder sanador del arte y de la función transformadora de la literatura. Elogio de Marta Minujín y el pesimismo nuestro de cada día.


Imagino que no le pasa a todo el mundo, pero muchos de nosotros transitamos esta vida con una angustia existencial permanente, que de a momentos se vuelve insoportable (y ahí es donde aparece la pulsión de muerte -nada grave, nada preocupante, solo un recordatorio de que la vida, como todo, se termina) pero en general es simplemente un ruido de fondo, como esos pequeños zumbidos que en ocasiones hace el extractor o el lavarropas y al cabo de mucho tiempo aprendemos a ignorar, pero que cuando se apagan nos producen un alivio que ni siquiera sabíamos que necesitábamos. Ese alivio, para mí, está en el arte.

Entiendo que muchos encuentran consuelo en la fe, otros tal vez leyendo esto se pregunten “¿consuelo de qué, si la vida en sí misma es suficiente?”, pero los menos afortunados, los eternos disconformes que para colmo no tenemos el don de creer en nada, necesitamos un refugio que nos proteja de nosotros mismos.

Hay algo extraño que me sucede los días posteriores a una experiencia artística, una calma interior que en inglés llamaría contentment pero en castellano no sé qué término es el correcto (contentamiento no me gusta, suena conformista). Después de un extenso e intenso recital de rock, después de una visita a un museo cuya exhibición es capaz de conmoverme, después de un concierto sinfónico que me cala los huesos, después de ver un edificio magestuoso, de una de esas películas inolvidables o de un happening bien hecho, algo en mí se transforma y toda mi experiencia de vida se intensifica: los colores vibran más, los poemas me erizan la piel, los sonidos me estremecen. Y de algún modo siempre logro convencerme de que me va a durar toda la vida, de que esta es la nueva yo que nació a partir de esa vivencia; me convenzo de que ahora sí voy a empezar a disfrutar del mundo, pero no. Esa paz interior sólo dura un par de días, semanas en el mejor de los casos, y luego todo vuelve a la monótona normalidad de la vida cotidiana.

Curiosamente, sin embargo, la literatura no tiene ese efecto en mí. La literatura es mi objeto de estudio, es mi principal obsesión, es la fuente a la que acudo para evacuar todas mis dudas -existenciales o no-, precisamente porque la transformación que la literatura ejerce en mí sí es permanente, aunque no logre sacarme la angustia de vivir.
Dice Blanchot que, mientras el lenguaje común busca olvidar la distancia infinita entre la palabra y lo que está fuera de ella (o lo que es previo a ella), la literatura resalta ese abismo, lo pone en evidencia y se sirve de él: “el lenguaje literario está hecho de inquietud, está hecho también de contradicciones. Su posición es poco estable y poco sólida. Por una parte, en una cosa, sólo le interesa su sentido, su ausencia, y a esta ausencia quisiera alcanzarla de manera absoluta en sí y por sí misma” (Blanchot, M. 1942, "La literatura y el derecho a la muerte"). Si mi vida tiene un molesto zumbido de fondo que se apaga con la experiencia artística, la literatura viene a ser la que le sube el volumen al zumbido hasta el punto en que eso es lo único que puedo escuchar, y ahí, en el enfrentamiento con la falta, en la máxima plenitud de la experiencia de la ausencia es donde ocurre la transformación real, la que no dura unos días sino que es la esencia del devenir.

Hoy, sin embargo, estoy atravesada por la instalación de la Torre de Pisa de Spaghettis de Marta Minujín. Ya me había quedado con las ganas en 2013 de ir a Mar del Plata a ver su Lobo Marino de Alfajores Havanna, que por fortuna decidieron inmortalizar en una versión laminada en aluminio. Marta juega con representaciones icónicas y las desacraliza haciéndolas con comida que luego reparte gratuitamente entre el público presente, entablando así un contacto directo entre la artista, su obra y el receptor, quien no sólo observa, interpreta y se deja interpelar por el objeto artístico sino que además participa físicamente del proceso de desmantelamiento que oficia a su vez como recordatorio obligado de la brevedad de la existencia. Esperaba menos de la experiencia bizarra de llevarme un paquete de fideos que formó parte de una Torre de Pisa instalada horizontal en el suelo de Buenos Aires, pero realmente me conmovió. Eso y la exhibición "La gravedad del brillo", de Soledad Dahbar, actualmente en la sala 5 del Centro Cultural Recoleta. 

Sé que me va a durar poco esta vez, así que sólo me queda respirar hondo y olvidarme por un ratito de que lo feo que está el mundo estos días…

miércoles, 5 de noviembre de 2025

De la militancia y el amor. De los vicios del pensamiento crítico. Brevísimo (en serio) comentario del comunicado de Ella. De la contradicción como única forma posible de crecer.


Recientemente se me preguntó si militaba. Obviamente respondí que no, porque nunca milité en ningún colectivo. Sí me autopercibo feminista, kirchnerista, progresista, y seguramente haya algún otro -ista más; pero nunca tuve la inquietud por militar y principalmente se debe a dos cuestiones básicas y fundamentales: la primera -y la más honesta- es que no milito por fiaca, porque no tengo ganas de dedicar mi tiempo a hacer proselitismo, a convencer a otras personas de que piensen como yo -que la mayoría del tiempo ni siquiera sé si tengo razón. Antes que la militancia evangelizadora, yo prefiero debatir para nutrirme, para escuchar y reflexionar sobre el pensamiento del otro, para argumentar mi punto de vista y a partir de ahí construir nuevas o mejores formas de pensar (que, por supuesto, pueden o no cambiar mis opiniones preexistentes).


El segundo motivo por el que no milito está bastante relacionado con el primero, pero es un poco más complejo: no milito porque militar implica propagar y adherir a ideas ya pensadas, a formas fijas que se “bajan” (término que odio porque presupone un escalafón de jerarquías en el pensamiento) y que las bases no tienen permitido objetar o siquiera discutir. Y la verdad es que a mí me cuesta mucho coincidir ciegamente con lo que otro me dice, me cuesta (un poco por mi formación académica y mucho por mi personalidad) no pensar críticamente. Yo no puedo -y definitivamente no quiero- aceptar el discurso tal y como me es dado, sin reflexionar sobre su contenido o sin plantearme seria y meticulosamente cuál es mi postura personal en tal o cual asunto. Entonces me resulta muy difícil afiliarme a una agrupación o desarrollar un sentido de pertenencia acrítica con un partido político, o tal vez debería decir lo suficientemente acrítica como para militarlo.


Ojo, que quizás simplemente sea que no tengo ninguna convicción tan arraigada, que no estoy tan segura de nada como para creer que tengo la potestad de la verdad, al menos no como para ir por el mundo queriendo difundirla.

Como ya dije, me identifico como kirchnerista (del ala más progre y zurda del kukómetro), y el otro día, a propósito del comunicado de Cristina Kirchner sobre la última derrota electoral, conversando con alguien que de política sabe muchísimo más que yo, confesé que aunque yo a Cristina la amo, siento que en esto “la está pifiando”. Mi amiga me dio una respuesta que bien podría ser remera: “pero amar no significa coincidir en todo”.

        Y claro que para amar no es necesario coincidir en todo, pero para militar una idea, una propuesta, un nombre propio, se necesita por lo menos coincidir en mucho, coincidir en la mayoría y estar dispuesto a dar la cara, a poner el cuerpo por ese puñado de ideas indiscutibles.


Y no, yo la mayor parte del tiempo no coincido ni conmigo misma, soy una contradicción constante (finalmente opté por aceptarme así porque es la única forma de la honestidad que conozco), porque el pensamiento crítico viene de la mano de una incesante revisión de las ideas que no permite que ninguna quede demasiado fijamente arraigada. 


Y sé que nunca me va a ir bien en la vida si me la paso recalculando cada idea, cada convicción, cada pensamiento, pero creo que no me interesa que me vaya bien en la vida. Me interesa ser fiel a mí misma, me interesa no hacerme la boluda con las cosas que me importan y no tener nada que esconder, me interesa pensar y dudar, pero por sobre todas las cosas me interesa nunca perder la capacidad de admitir que puedo estar equivocada. 


Me quedo con una frase de Dardo Cabo que siento que cuadra no sólo para cerrar estas ideas vagas sino también para avivar a algunos giles en este momento tan difícil que todos estamos viviendo: “los leales pueden disentir, los obsecuentes siempre traicionan”.

lunes, 27 de octubre de 2025

De redes y de soledades. De la batalla cultural y los vínculos sociales. De mi tristeza post eleccionaria y de un modo de pensar que solo puede indicar que estoy envejeciendo.

  Son las dos a.m. del día después de una larga jornada como presidenta de mesa en las elecciones legislativas y no me puedo dormir, un poco por la adrenalina de la actividad y otro poco por el resultado de las elecciones. Pero no voy a escribir hoy sobre partidos políticos ni voy a hacer ningún tipo de reflexión iluminada sobre los motivos que llevan a la población a votar en contra de sí misma. No, hoy voy a escribir sobre las redes sociales.

Hay mucho de solitario y poco de social en las mal llamadas redes sociales. Hace unos 20 años, los jóvenes (y yo ahí sí era joven) encontramos refugio en blogs y foros de intercambio sobre temáticas específicas; lugares donde podíamos hallar gente que compartiera nuestros intereses, que tuviera deseos de leer nuestras palabras y que se tomara el tiempo de elaborar respuestas, debates, disquisiciones sobre aquello que habíamos escrito. Eran espacios donde realmente existía una interacción virtual entre seres humanos reales, donde descubrimos que podíamos conectarnos y conocer gente como nosotros, pero de cualquier parte del mundo; y eso, de alguna manera, nos hacía sentir menos solos. Pero todo cambió a lo largo de estas últimas dos décadas y fue tan gradual y tan orgánico que ni siquiera nos dimos cuenta. Porque hoy, las redes sociales no plantean espacios de intercambio, no habilitan discusiones productivas ni dan lugar a grandes reflexiones, sino que nos condicionan a la constante creación de un contenido cada vez más vacío, breve, estéticamente agradable y -por sobre todas las cosas- cerrado. Hoy, las redes sociales son vidrieras, son escenarios que nos permitan ver realidades de las que no formamos parte, y eso sólo puede generar una sensación de acompañamiento que a la larga no es suficiente.

Más allá de la liberación de dopamina -científicamente comprobada- del doomscrolling, la conexión con el otro no es profunda, ni siquiera es real dentro de la virtualidad porque no existe tal conexión, no hay vínculo como sí lo supo haber en los foros de 2005, y eso, naturalmente, realza la sensación de soledad. De hecho, este último tiempo estuve pensando mucho en por qué, si conozco las vidas de mucha gente de manera muy cercana, si puedo acceder a su rutina, a sus gustos, a sus formas de pensar, por qué, entonces, no los siento parte de mi vida, incluso siendo ellos seres muy queridos, se sienten ajenos a mí. Y claro, es porque un corazón en una historia no es un vínculo. 

Hace bastante estoy pensando en la posibilidad de alejarme de las redes y volver a lo analógico: escribir en papel como una especie de diario íntimo, leer libros en lugar de artículos de substack, ver más series y películas para abandonar la inútil y adictiva práctica de ver reels. Y me dio miedo. Me dio el famoso FOMO (fear of missing out), es decir, el famoso miedo de quedarme afuera. ¿Y qué pasaría si no me enterara de la última polémica? ¿Qué pasaría si no supiera quién es el cancelado de turno o incluso aún si me perdiera la historia que sube mi amigo sobre la cafetería en la que desayunó, el último viaje que hizo, o el artículo interesante que leyó? Pensé que dejando las redes sociales y volviendo a un mundo analógico me quedaría afuera, que me quedaría sola, que me perdería todo. Pero, ¿acaso no estoy sola ya? ¿Acaso no estoy hablando conmigo misma cada vez que subo una historia? ¿Hay un vínculo real con mis seres queridos si lo único que hago es espiar lo que me quieren mostrar de su vida como un voyeur entre las sombras? 

Pienso que es hora de dejar de pensar que me voy a perder algo, o en su defecto, de enfrentar ese miedo a perderme algo y empezar a realmente registrar todo aquello que me pasa, es hora de volver a interactuar en niveles profundos y comprometidos con las personas que me rodean de verdad, y de dejar un poco de lado a las que simplemente exhiben una curaduría meticulosa de sus vidas cual museo de lo cotidiano.

Tal vez será simplemente un signo de vejez, pero ya me aburre y -peor aún- me da una sensación de vacío inconmensurable el rodearme de fragmentos de información -que no llegan al minuto- de un contenido que a mi vida realmente no le aporta nada. 


¿Y cómo conecta esto con las elecciones de ayer? No sé. Supongo que estoy triste, supongo que me siento sola porque no comprendo, por más que intente no logro comprender el voto de las mayorías y aunque siempre contemplo la posibilidad de estar equivocada, mi capacidad de entendimiento es insuficiente hoy. Y no me convence ninguno de los análisis que pretenden explicar cómo una sociedad entera que se fundó sobre las bases del colectivismo, de la vida social, del contacto con el otro y de responder conjuntamente a la adversidad, elige masivamente la más extrema y dolorosa soledad del egoísmo.

lunes, 22 de septiembre de 2025

De conquistas y retrocesos. De la ira feminista de las últimas semanas. De documentales y miradas retospectivas esperanzadoras. De seguir luchando, de no bajar los brazos.

  Estas últimas semanas han sido algo iracundas para mí y seguramente también para otras mujeres que, como yo, han soñado con un país más igualitario y sólo se encuentran con retrocesos evitables.

Las recientes entrevistas expiatorias a un sujeto que sin ningún tipo de prurito ni muestras actuales de arrepentimiento, hace varios años afirmó -en referencia puntual a menores de edad- que a veces las mujeres “necesitan” ser violadas para tener sexo; los chistes de un streamer que aseguró tener bien guardados videos sexuales de su ex con la esperanza de que en algún momento “valgan mucha plata”; y finalmente, la gota que rebalsó un vaso que -de la mano de la iglesia y la cultura occidental- se viene llenando desde que el mundo es mundo, la publicidad surgida de un trend viral que tiene como guión el femicidio y descarte del cuerpo de una trabajadora porque “es muy molesta”. 

Parece lógico, entonces, que todos estos sucesos -que ocurrieron en lo que va de septiembre- nos lleven a las feministas a un rapto de ira producto de la frustración de sentir que años de luchas, de docencia en todos los ámbitos de la vida, de problematización de una realidad que nos fue y nos sigue siendo desfavorable, han sido en vano. Pues no, nuestros esfuerzos han dado sus frutos aunque a veces sintamos que retrocedimos incluso hasta más atrás de donde nosotras empezamos (y no me refiero a la gloriosa “tercera ola” o “marea verde” de 2018 porque muchas de nosotras empezamos -al menos con la evangelización- décadas antes de que eso ocurriera).


Ayer había hecho planes para ir a ver la película Belén al cine -aunque ni siquiera me gusta ir al cine- para “apoyar la causa”, como quien dice. Pero finalmente decidí que los aspectos feministas de mi ser venían teniendo demasiado estímulo y no me pareció el mejor plan para un domingo gris. Bajonazo. Ahora bien, mis impulsos me ganaron igual porque en lugar de ir al cine a ver esa película esperanzadora con respecto a una lucha de la que participé, aunque sólo tangencialmente (porque admito haber ido a pocas de las marchas), terminé mirando en Netflix el documental sobre el asesinato de Nora Dalmasso (el cual recomiendo).

Vaya sorpresa me llevé al acceder en 2025 a material audiovisual y gráfico recuperado directamente de 2006-2007 (un tiempo que mi mente perversa recuerda como idílico: tiempos de Patria Grande y de Derechos Humanos). 


Por supuesto que Nora Dalmasso estaba lejos de ser “la buena víctima”. Se trataba de una mujer de clase alta, de una belleza hegemónica y, según se encargaron de difundir profusamente todos los medios de comunicación del país, sexualmente libre. El tratamiento del caso, desde la estigmatización de la mujer asesinada hasta la difusión (a las 7 de la tarde en los noticieros de canales de aire) de las fotos (zoom incluido) de su cadáver desnudo y ahorcado con el cinturón de la bata en la cama de su hija de 16 años no sólo me asombró, sino que me escandalizó.

De pronto todo ese país maravilloso en el que creí haber vivido seguía respondiendo a la lógica patriarcal y misógina y no había nadie capaz de cuestionar el modo de cobertura de un femicidio que convocaba al público por puro morbo. 

En fin. Perspectiva de género en la cobertura periodística de casos delictivos. La figura del femicidio como agravante y determinante de un tipo muy específico de crimen. La revisión de los modos de representación de las víctimas de femicidio. La problematización del acto de “sacar del closet” a alguien (cosa que también sucedió con un familiar en el contexto del caso policial, sin ningún tipo de vínculo con el asesinato, sólo por malicia). La mirada más amorosa, más compasiva, más respetuosa de los deudos (lo digo en particular por la crueldad que la prensa manifestó hacia la hija adolescente de la víctima). El resguardo de las y los menores de edad y el cuestionamiento hacia quienes los exponen en situaciones íntimas, y podría seguir si volviera a ver el documental prestando más atención.

Son muchas las cosas que cambiaron en estos últimos 19 años. Y me atrevo a afirmar que son infinitamente más (en lo que respecta al feminismo) que las que habían cambiado entre 2006 y 1987, es decir los diecinueve años anteriores.


Enhorabuena compañeras. ¡Hemos triunfado! No completamente, tenemos aún un largo tramo por recorrer. Tenemos mucha más militancia por delante, tenemos que dar muchos más debates, nos quedan muchísimas conversaciones que aún no hemos tenido ni siquiera entre nosotras, sí. Pero no nos desanimemos, porque tan sólo con mirar un poquito hacia atrás ya podemos ver que todo valió la pena.

martes, 24 de junio de 2025

De la apatía al agenciamiento. Del vacío indescriptible ante la ausencia de un nosotros. De buscar la punta de un ovillo que ni siquiera sé si existe.

Este sentimiento de irrelevancia e impotencia que me invade hace un tiempo se parece bastante (aunque no es exactamente igual) a la depresión. La sensación de que nada de lo que haga puede incidir en los resultados, que haga lo que haga todo va a seguir su curso igual que si no hiciera nada, como si yo no tuviera agencia o peor, como si lo malo del mundo me fuera indiferente.

Pero ¿es estoicismo o simple apatía? ¿Está bien sentirme así? ¿Está bien ir por la vida "haciendo la mía" como si nada importara, como si yo no importara? Definitivamente no se siente bien, y sospecho que no tiene que ver con un proceso psicológico o con un desequilibrio psiquiátrico, sino con una nueva instalación de sentido común que nos lleva deliberadamente a creer que no tenemos la capacidad de cambiar nada, que la única alternativa posible es la inacción y la búsqueda interna de una sensación de falso bienestar o de autocomplacencia egoísta y desafectada. Porque claro, sin motivación no hay acción y sin resistencia hay un terreno raso para construir (o destruir) lo que se quiera. 

Y a mí, que no fui criada por lobos, me angustia increíblemente la idea de pensar que la vida es esto: que de ahora en más sólo queda ocuparme de mí, preocuparme por mí y por la gente que quiero. Que ya no hay proyecto colectivo, que no queda nada por debatir porque mis ideas no importan. Que a nadie le interesa ni lo que tengo para decir ni lo que puedo hacer por un bien común. O que no hay nada que pueda hacer por un bien común. Me angustia pensar que ya no existe el bien común. Que todo es obsoleto, que pensar es obsoleto. 
Y entiendo que es la forma más cómoda de transitar el breve paso por el mundo: me ocupo de mí, de las personas que conforman mi círculo más íntimo, me dedico a distraerme y a pasarla lo mejor posible y ahí queda todo hasta la muerte. Pero no, a mí no me sirve eso, a mí eso me deprime. 
Yo fui educada para no ignorar al otro, para pensar en mi entorno de manera colectiva, global. Imaginate si a mí, que nunca me faltó nada, me hubieran enseñado que con estar bien yo (y la gente que quiero) alcanza. ¡Imaginate lo egoísta que sería! ¡Imaginate qué persona horrible podría ser si no me hubieran enseñado a no conformarme con mi propio bienestar individual!

Tal vez no sea que la apatía se parece a la depresión sino que a mí particularmente me deprime pensar en un mundo apático y en una decadencia inevitable. Inevitable en el sentido más estricto de la palabra, en el sentido de no poder hacer nada para cambiar el curso de las cosas. Inevitable como la muerte inminente de un ser querido en estado terminal. ¿Acaso el mundo está terminal? ¿No será que quieren que creamos que vivimos en un mundo sin futuro para que nos aferremos a cada microinstante de felicidad que podamos tener en lugar de buscar la cura? ¿No será que todavía existe la posibilidad de salvación y nosotros nos estamos dando por vencidos -que yo me estoy dando por vencida- demasiado pronto?

En principio me queda esto. Este espacio con dos o tres lectores que me siguen la corriente por cariño o compasión y una cabeza llena de ideas que a nadie le interesan. La esperanza de que este oscurantismo dure poco y de que vuelva a surgir -por reflexión o por necesidad- el sujeto colectivo capaz de darle aunque sea un mínimo de sentido a la existencia humana, a mi existencia al menos. 
Porque así no me gusta. A este juego del sálvese quien pueda yo no quiero jugar.

viernes, 13 de junio de 2025

De disensos y exterminios. De estaciones y pastelitos. Más reflexiones a propósito de la libertad y un pesimismo irrefrenable.

  En este presente maniqueo en el que vivimos, el disenso se ha vuelto mala palabra y hoy siento la necesidad de reivindicarlo en toda su dimensión.


Porque ya todos sabemos -y lo repetimos hasta el hartazgo- que la crueldad se puso de moda, pero poco se habla del lento pasaje de una sociedad con multiplicidad de voces a una instancia de convivencia en la que no estar de acuerdo con algo (cualquier cosa) puede ir desde la imposibilidad de un diálogo cordial hasta el más acérrimo deseo de supresión del otro (y no habremos de sorprendernos cuando el deseo se empiece a materializar).


Creo que todo empezó con las -en apariencia- inocentes disputas entre los “team invierno” y los “team verano” o quienes prefieren el dulce de membrillo frente a quienes lo prefieren de batata. Debates obsoletos que siempre me parecieron de lo más aburridos porque no hay discusión alguna que ganar: las estaciones van a seguir sucediéndose con el pasar de los meses y tanto la batata como el membrillo van a seguir disponibles en las góndolas para que cada uno compre el que más le apetece. Sin embargo, esas discusiones (que yo ejemplifiqué solo con dos casos pero son interminables) se convierten en grandes hilos de X con argumentaciones y muchas veces insultos y agravios a quienes simplemente tienen diferentes gustos.

Esa polarización de la opinión, que hace unos años simplemente me aburría, hoy me aterra. Me aterra porque pienso que el disenso es indispensable para la vida en sociedad, porque es imposible que todos podamos ponernos de acuerdo en absolutamente todo, pero principalmente porque creo que disentir, debatir, argumentar y compartir respetuosamente opiniones contrarias es la única (y si no la única, es al menos la mejor) manera de progresar, de aprender, de crecer como individuos y como sociedad.

Hace unos cuántos años me quejaba en facebook de que la gente ya no quería debatir para replantearse sus ideas, para fortalecer sus propios argumentos o para ponerlos en disputa, “no quieren debatir para crecer, para aprender de la mirada del otro, solo quieren ganar la discusión”, decía yo muy angustiosamente. Y ya quisiera hoy estar en una instancia en la que la gente simplemente quiera ganar discusiones, porque eso significaría al menos que las discusiones existen.

Entre las chicanas y los ataques, las ‘domadas’ y los baits, la discusión se fue aniquilando, y mi miedo más grande es que el próximo paso -luego de destruir toda posibilidad de discusión- sea simplemente el exterminio del otro. Así es, al menos, como lo planteó hace unos días un intelectual libertario en X: “¿Por qué seguimos fingiendo que es posible convivir con los zurdos? No es posible: ellos odian la vida, la libertad y la propiedad. Ellos son destrucción, caos y empobrecimiento.

No son conciudadanos: son enemigos. Es hora de asumirlo.”



En mi último post hablaba sobre el mal uso que se hace últimamente de la palabra libertad y sigo con esa inquietud porque me acongoja. Si la libertad requiere el exterminio del otro, entonces no es libre. Si para disfrutar de un pastelito de membrillo necesito borrar de la faz de la tierra todos los de batata y, junto con los pastelitos, eliminar también a todas las personas que los prefieren de batata, ¿qué valor tiene que me guste el membrillo? ¿Qué libertad tengo de elegir el membrillo si es el único gusto de pastelito que queda disponible y si no existe nadie capaz de preferir otro sabor?


En esta ola de pesimismo que me envuelve (desde siempre, pero con mayor intensidad en los últimos años), pienso en qué triste y aburrido se va a volver el mundo cuando se terminen los debates, las argumentaciones serias, las discusiones que se proponen enriquecer la mirada del interlocutor, o la propia, o la de un tercero que casualmente se convierte en espectador. 

Cuando toda la gente esté convencida de que no se puede convivir con alguien que piensa distinto, o que tiene otros gustos, o que elige otros estilos de vida, el mundo se va a haber vuelto gris, y nosotros, ingenuos, vamos a seguir creyendo que se trataba de gustos de pastelitos… 


¡Qué triste y poco libre es el mundo que nos quieren imponer en nombre de la libertad!

martes, 29 de abril de 2025

De renuncias y libertades. Del amor y la crueldad y del fin de la inclusión. Un poco de pesimismo en un mundo cada vez más oscuro.

La verdadera y única libertad es la completa ausencia de amor.

Hace ya un cuarto de siglo, en el taller de argumentación que cursé en mi último año de escuela secundaria me instaron a escribir sobre la libertad. La conclusión de mi ensayo fue que la libertad absoluta no existe, ya que la vida en sociedad implica siempre una renuncia, un compromiso, un encuentro que habilite la existencia compartida de personas muy diversas.

Aunque aún coincido parcialmente con la joven inocente de diecisiete años que creía que el mundo podría equilibrarse sin más que con la buena fe de las masas, hoy me descubro asqueada ante la audacia con la que se desvirtúa el término para justificar el odio y la crueldad.

Y sí, veinticinco años después llevo mi definición un paso más lejos y me aventuro a afirmar que la libertad absoluta necesariamente requiere una ausencia de amor. Porque cuando amamos, la necesidad y el bienestar del otro pasan a un primer plano que muchas veces se antepone a los deseos propios y nos obliga a posponernos en función de un otro que nos necesita más que nosotros mismos. Amar es aceptar, es perdonar, es dar sin esperar nada a cambio, es pensar también en un otro a la hora de tomar decisiones. Entonces, necesariamente, amar es perder una parte de la libertad.

Ahora bien, este nuevo concepto de libertad, que resuena tanto desde hace un tiempo, no propone simplemente la ausencia de amor, sino que nos lleva a sitios aún más siniestros. Pareciera que para ser libre fuera necesario vociferar el odio, ejercer la crueldad. Ya no se trata simplemente de evitar posponernos por amor a un otro, sino de ignorar por completo la existencia, las necesidades, los sentimientos de ese otro. Da la sensación de que la libertad que se busca es la de odiar, la de oprimir, la de decir las cosas más aberrantes sin la más mínima consecuencia. Y eso a mí me repugna.

Muchos dicen que hoy la grieta ya no es política, sino moral, yo creo que ni siquiera. Creo que lo que nos diferencia no tiene que ver con la concepción del bien y el mal, sino simplemente con el amor: hoy la grieta es sentimental.

Hace rato pasaron de moda los lemas “la patria es el otro” y “el amor vence al odio”, que poco más de una década atrás movilizaban multitudes. Ya quedaron vetustos y polvorientos, como trazos de una era extinta.

Hoy la consigna es la libertad individual por encima de cualquier aspiración colectiva. Es el sálvese quien pueda, el jodete, hoy es el “me chupa la pija la opinión de los kukas”. Frase que incomoda, creo, no sólo por lo violento de la metáfora (que sigue haciendo del sexo una herramienta de dominación y no de goce), sino principalmente por la negación de toda posibilidad de disenso: si sos distinto a mí, tu opinión no me interesa, porque yo soy libre de odiarte hasta exigir tu exterminio.

Y sí, como creía a mis diecisiete años, ser libre implica, necesariamente, ignorar la existencia del otro, porque la vida en sociedad tiene como requisito obligatorio la postergación de algunas libertades individuales, en pos del bien común.