Imagino que no le pasa a todo el mundo, pero muchos de nosotros transitamos esta vida con una angustia existencial permanente, que de a momentos se vuelve insoportable (y ahí es donde aparece la pulsión de muerte -nada grave, nada preocupante, solo un recordatorio de que la vida, como todo, se termina) pero en general es simplemente un ruido de fondo, como esos pequeños zumbidos que en ocasiones hace el extractor o el lavarropas y al cabo de mucho tiempo aprendemos a ignorar, pero que cuando se apagan nos producen un alivio que ni siquiera sabíamos que necesitábamos. Ese alivio, para mí, está en el arte.
Entiendo que muchos encuentran consuelo en la fe, otros tal vez leyendo esto se pregunten “¿consuelo de qué, si la vida en sí misma es suficiente?”, pero los menos afortunados, los eternos disconformes que para colmo no tenemos el don de creer en nada, necesitamos un refugio que nos proteja de nosotros mismos.
Hay algo extraño que me sucede los días posteriores a una experiencia artística, una calma interior que en inglés llamaría contentment pero en castellano no sé qué término es el correcto (contentamiento no me gusta, suena conformista). Después de un extenso e intenso recital de rock, después de una visita a un museo cuya exhibición es capaz de conmoverme, después de un concierto sinfónico que me cala los huesos, después de ver un edificio magestuoso, de una de esas películas inolvidables o de un happening bien hecho, algo en mí se transforma y toda mi experiencia de vida se intensifica: los colores vibran más, los poemas me erizan la piel, los sonidos me estremecen. Y de algún modo siempre logro convencerme de que me va a durar toda la vida, de que esta es la nueva yo que nació a partir de esa vivencia; me convenzo de que ahora sí voy a empezar a disfrutar del mundo, pero no. Esa paz interior sólo dura un par de días, semanas en el mejor de los casos, y luego todo vuelve a la monótona normalidad de la vida cotidiana.
Curiosamente, sin embargo, la literatura no tiene ese efecto en mí. La literatura es mi objeto de estudio, es mi principal obsesión, es la fuente a la que acudo para evacuar todas mis dudas -existenciales o no-, precisamente porque la transformación que la literatura ejerce en mí sí es permanente, aunque no logre sacarme la angustia de vivir.
Dice Blanchot que, mientras el lenguaje común busca olvidar la distancia infinita entre la palabra y lo que está fuera de ella (o lo que es previo a ella), la literatura resalta ese abismo, lo pone en evidencia y se sirve de él: “el lenguaje literario está hecho de inquietud, está hecho también de contradicciones. Su posición es poco estable y poco sólida. Por una parte, en una cosa, sólo le interesa su sentido, su ausencia, y a esta ausencia quisiera alcanzarla de manera absoluta en sí y por sí misma” (Blanchot, M. 1942, "La literatura y el derecho a la muerte"). Si mi vida tiene un molesto zumbido de fondo que se apaga con la experiencia artística, la literatura viene a ser la que le sube el volumen al zumbido hasta el punto en que eso es lo único que puedo escuchar, y ahí, en el enfrentamiento con la falta, en la máxima plenitud de la experiencia de la ausencia es donde ocurre la transformación real, la que no dura unos días sino que es la esencia del devenir.
Hoy, sin embargo, estoy atravesada por la instalación de la Torre de Pisa de Spaghettis de Marta Minujín. Ya me había quedado con las ganas en 2013 de ir a Mar del Plata a ver su Lobo Marino de Alfajores Havanna, que por fortuna decidieron inmortalizar en una versión laminada en aluminio. Marta juega con representaciones icónicas y las desacraliza haciéndolas con comida que luego reparte gratuitamente entre el público presente, entablando así un contacto directo entre la artista, su obra y el receptor, quien no sólo observa, interpreta y se deja interpelar por el objeto artístico sino que además participa físicamente del proceso de desmantelamiento que oficia a su vez como recordatorio obligado de la brevedad de la existencia. Esperaba menos de la experiencia bizarra de llevarme un paquete de fideos que formó parte de una Torre de Pisa instalada horizontal en el suelo de Buenos Aires, pero realmente me conmovió. Eso y la exhibición "La gravedad del brillo", de Soledad Dahbar, actualmente en la sala 5 del Centro Cultural Recoleta.
Sé que me va a durar poco esta vez, así que sólo me queda respirar hondo y olvidarme por un ratito de que lo feo que está el mundo estos días…