Recientemente se me preguntó si militaba. Obviamente respondí que no, porque nunca milité en ningún colectivo. Sí me autopercibo feminista, kirchnerista, progresista, y seguramente haya algún otro -ista más; pero nunca tuve la inquietud por militar y principalmente se debe a dos cuestiones básicas y fundamentales: la primera -y la más honesta- es que no milito por fiaca, porque no tengo ganas de dedicar mi tiempo a hacer proselitismo, a convencer a otras personas de que piensen como yo -que la mayoría del tiempo ni siquiera sé si tengo razón. Antes que la militancia evangelizadora, yo prefiero debatir para nutrirme, para escuchar y reflexionar sobre el pensamiento del otro, para argumentar mi punto de vista y a partir de ahí construir nuevas o mejores formas de pensar (que, por supuesto, pueden o no cambiar mis opiniones preexistentes).
El segundo motivo por el que no milito está bastante relacionado con el primero, pero es un poco más complejo: no milito porque militar implica propagar y adherir a ideas ya pensadas, a formas fijas que se “bajan” (término que odio porque presupone un escalafón de jerarquías en el pensamiento) y que las bases no tienen permitido objetar o siquiera discutir. Y la verdad es que a mí me cuesta mucho coincidir ciegamente con lo que otro me dice, me cuesta (un poco por mi formación académica y mucho por mi personalidad) no pensar críticamente. Yo no puedo -y definitivamente no quiero- aceptar el discurso tal y como me es dado, sin reflexionar sobre su contenido o sin plantearme seria y meticulosamente cuál es mi postura personal en tal o cual asunto. Entonces me resulta muy difícil afiliarme a una agrupación o desarrollar un sentido de pertenencia acrítica con un partido político, o tal vez debería decir lo suficientemente acrítica como para militarlo.
Ojo, que quizás simplemente sea que no tengo ninguna convicción tan arraigada, que no estoy tan segura de nada como para creer que tengo la potestad de la verdad, al menos no como para ir por el mundo queriendo difundirla.
Como ya dije, me identifico como kirchnerista (del ala más progre y zurda del kukómetro), y el otro día, a propósito del comunicado de Cristina Kirchner sobre la última derrota electoral, conversando con alguien que de política sabe muchísimo más que yo, confesé que aunque yo a Cristina la amo, siento que en esto “la está pifiando”. Mi amiga me dio una respuesta que bien podría ser remera: “pero amar no significa coincidir en todo”.
Y claro que para amar no es necesario coincidir en todo, pero para militar una idea, una propuesta, un nombre propio, se necesita por lo menos coincidir en mucho, coincidir en la mayoría y estar dispuesto a dar la cara, a poner el cuerpo por ese puñado de ideas indiscutibles.
Y no, yo la mayor parte del tiempo no coincido ni conmigo misma, soy una contradicción constante (finalmente opté por aceptarme así porque es la única forma de la honestidad que conozco), porque el pensamiento crítico viene de la mano de una incesante revisión de las ideas que no permite que ninguna quede demasiado fijamente arraigada.
Y sé que nunca me va a ir bien en la vida si me la paso recalculando cada idea, cada convicción, cada pensamiento, pero creo que no me interesa que me vaya bien en la vida. Me interesa ser fiel a mí misma, me interesa no hacerme la boluda con las cosas que me importan y no tener nada que esconder, me interesa pensar y dudar, pero por sobre todas las cosas me interesa nunca perder la capacidad de admitir que puedo estar equivocada.
Me quedo con una frase de Dardo Cabo que siento que cuadra no sólo para cerrar estas ideas vagas sino también para avivar a algunos giles en este momento tan difícil que todos estamos viviendo: “los leales pueden disentir, los obsecuentes siempre traicionan”.
Alguien dijo (si me acuerdo quién, vengo y lo comento) es que las personas inteligentes se la pasan dudando y los boludos están segurísimos de todo.
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