martes, 24 de junio de 2025

De la apatía al agenciamiento. Del vacío indescriptible ante la ausencia de un nosotros. De buscar la punta de un ovillo que ni siquiera sé si existe.

Este sentimiento de irrelevancia e impotencia que me invade hace un tiempo se parece bastante (aunque no es exactamente igual) a la depresión. La sensación de que nada de lo que haga puede incidir en los resultados, que haga lo que haga todo va a seguir su curso igual que si no hiciera nada, como si yo no tuviera agencia o peor, como si lo malo del mundo me fuera indiferente.

Pero ¿es estoicismo o simple apatía? ¿Está bien sentirme así? ¿Está bien ir por la vida "haciendo la mía" como si nada importara, como si yo no importara? Definitivamente no se siente bien, y sospecho que no tiene que ver con un proceso psicológico o con un desequilibrio psiquiátrico, sino con una nueva instalación de sentido común que nos lleva deliberadamente a creer que no tenemos la capacidad de cambiar nada, que la única alternativa posible es la inacción y la búsqueda interna de una sensación de falso bienestar o de autocomplacencia egoísta y desafectada. Porque claro, sin motivación no hay acción y sin resistencia hay un terreno raso para construir (o destruir) lo que se quiera. 

Y a mí, que no fui criada por lobos, me angustia increíblemente la idea de pensar que la vida es esto: que de ahora en más sólo queda ocuparme de mí, preocuparme por mí y por la gente que quiero. Que ya no hay proyecto colectivo, que no queda nada por debatir porque mis ideas no importan. Que a nadie le interesa ni lo que tengo para decir ni lo que puedo hacer por un bien común. O que no hay nada que pueda hacer por un bien común. Me angustia pensar que ya no existe el bien común. Que todo es obsoleto, que pensar es obsoleto. 
Y entiendo que es la forma más cómoda de transitar el breve paso por el mundo: me ocupo de mí, de las personas que conforman mi círculo más íntimo, me dedico a distraerme y a pasarla lo mejor posible y ahí queda todo hasta la muerte. Pero no, a mí no me sirve eso, a mí eso me deprime. 
Yo fui educada para no ignorar al otro, para pensar en mi entorno de manera colectiva, global. Imaginate si a mí, que nunca me faltó nada, me hubieran enseñado que con estar bien yo (y la gente que quiero) alcanza. ¡Imaginate lo egoísta que sería! ¡Imaginate qué persona horrible podría ser si no me hubieran enseñado a no conformarme con mi propio bienestar individual!

Tal vez no sea que la apatía se parece a la depresión sino que a mí particularmente me deprime pensar en un mundo apático y en una decadencia inevitable. Inevitable en el sentido más estricto de la palabra, en el sentido de no poder hacer nada para cambiar el curso de las cosas. Inevitable como la muerte inminente de un ser querido en estado terminal. ¿Acaso el mundo está terminal? ¿No será que quieren que creamos que vivimos en un mundo sin futuro para que nos aferremos a cada microinstante de felicidad que podamos tener en lugar de buscar la cura? ¿No será que todavía existe la posibilidad de salvación y nosotros nos estamos dando por vencidos -que yo me estoy dando por vencida- demasiado pronto?

En principio me queda esto. Este espacio con dos o tres lectores que me siguen la corriente por cariño o compasión y una cabeza llena de ideas que a nadie le interesan. La esperanza de que este oscurantismo dure poco y de que vuelva a surgir -por reflexión o por necesidad- el sujeto colectivo capaz de darle aunque sea un mínimo de sentido a la existencia humana, a mi existencia al menos. 
Porque así no me gusta. A este juego del sálvese quien pueda yo no quiero jugar.

viernes, 13 de junio de 2025

De disensos y exterminios. De estaciones y pastelitos. Más reflexiones a propósito de la libertad y un pesimismo irrefrenable.

  En este presente maniqueo en el que vivimos, el disenso se ha vuelto mala palabra y hoy siento la necesidad de reivindicarlo en toda su dimensión.


Porque ya todos sabemos -y lo repetimos hasta el hartazgo- que la crueldad se puso de moda, pero poco se habla del lento pasaje de una sociedad con multiplicidad de voces a una instancia de convivencia en la que no estar de acuerdo con algo (cualquier cosa) puede ir desde la imposibilidad de un diálogo cordial hasta el más acérrimo deseo de supresión del otro (y no habremos de sorprendernos cuando el deseo se empiece a materializar).


Creo que todo empezó con las -en apariencia- inocentes disputas entre los “team invierno” y los “team verano” o quienes prefieren el dulce de membrillo frente a quienes lo prefieren de batata. Debates obsoletos que siempre me parecieron de lo más aburridos porque no hay discusión alguna que ganar: las estaciones van a seguir sucediéndose con el pasar de los meses y tanto la batata como el membrillo van a seguir disponibles en las góndolas para que cada uno compre el que más le apetece. Sin embargo, esas discusiones (que yo ejemplifiqué solo con dos casos pero son interminables) se convierten en grandes hilos de X con argumentaciones y muchas veces insultos y agravios a quienes simplemente tienen diferentes gustos.

Esa polarización de la opinión, que hace unos años simplemente me aburría, hoy me aterra. Me aterra porque pienso que el disenso es indispensable para la vida en sociedad, porque es imposible que todos podamos ponernos de acuerdo en absolutamente todo, pero principalmente porque creo que disentir, debatir, argumentar y compartir respetuosamente opiniones contrarias es la única (y si no la única, es al menos la mejor) manera de progresar, de aprender, de crecer como individuos y como sociedad.

Hace unos cuántos años me quejaba en facebook de que la gente ya no quería debatir para replantearse sus ideas, para fortalecer sus propios argumentos o para ponerlos en disputa, “no quieren debatir para crecer, para aprender de la mirada del otro, solo quieren ganar la discusión”, decía yo muy angustiosamente. Y ya quisiera hoy estar en una instancia en la que la gente simplemente quiera ganar discusiones, porque eso significaría al menos que las discusiones existen.

Entre las chicanas y los ataques, las ‘domadas’ y los baits, la discusión se fue aniquilando, y mi miedo más grande es que el próximo paso -luego de destruir toda posibilidad de discusión- sea simplemente el exterminio del otro. Así es, al menos, como lo planteó hace unos días un intelectual libertario en X: “¿Por qué seguimos fingiendo que es posible convivir con los zurdos? No es posible: ellos odian la vida, la libertad y la propiedad. Ellos son destrucción, caos y empobrecimiento.

No son conciudadanos: son enemigos. Es hora de asumirlo.”



En mi último post hablaba sobre el mal uso que se hace últimamente de la palabra libertad y sigo con esa inquietud porque me acongoja. Si la libertad requiere el exterminio del otro, entonces no es libre. Si para disfrutar de un pastelito de membrillo necesito borrar de la faz de la tierra todos los de batata y, junto con los pastelitos, eliminar también a todas las personas que los prefieren de batata, ¿qué valor tiene que me guste el membrillo? ¿Qué libertad tengo de elegir el membrillo si es el único gusto de pastelito que queda disponible y si no existe nadie capaz de preferir otro sabor?


En esta ola de pesimismo que me envuelve (desde siempre, pero con mayor intensidad en los últimos años), pienso en qué triste y aburrido se va a volver el mundo cuando se terminen los debates, las argumentaciones serias, las discusiones que se proponen enriquecer la mirada del interlocutor, o la propia, o la de un tercero que casualmente se convierte en espectador. 

Cuando toda la gente esté convencida de que no se puede convivir con alguien que piensa distinto, o que tiene otros gustos, o que elige otros estilos de vida, el mundo se va a haber vuelto gris, y nosotros, ingenuos, vamos a seguir creyendo que se trataba de gustos de pastelitos… 


¡Qué triste y poco libre es el mundo que nos quieren imponer en nombre de la libertad!