Falta menos de una semana para decidir sobre los destinos de la patria y no puedo evitar pensar excesivamente y tratar de encontrarle algo de sentido a todo esto que estamos viviendo.
En primer lugar me pregunto por qué la sociedad está tan empecinada en ser gobernada por alguien que no sólo no se dedica a la política sino que la desprecia.
Muchos de los comentarios sobre el debate de ayer remarcaban la diferencia entre Massa, que es un hombre de la política, entiende bien las reglas del juego y cuenta con herramientas discursivas (producto de una vida entera dedicada a la actividad) y Milei, que, según dicen, no es un hombre de la política y se vio apabullado por un género discursivo que, lógicamente, desconoce.
Me pregunto por qué, si está muy claro que nadie se haría operar por alguien que no es cirujano, que nadie se dejaría defender por alguien que no es abogado, que nadie mandaría a sus hijos a una escuela donde ninguno de los que enseñan son docentes, ¿por qué, entonces, tienen tanto ahínco en hacer gobernar todo un país por una persona que no está preparada para ejercer la actividad la política?
Por supuesto que conozco sus razones y puedo incluso comprender la desazón y el desengaño con la “casta” política a la que tanto rechazan. Lo que no me resulta tan fácil es entender cómo no se dan cuenta de que es absolutamente imposible que una persona (aunque tuviera voluntad, cosa que, en este caso, pongo en duda) pueda derribar por sí sola todo un sistema de gobierno y más aún, que lo haga desde adentro del sistema mismo.
Por otra parte, me pregunto si serán capaces de ver que detrás de ese supuesto “destronamiento” de la política, hay una visión filosófica escandalosa y preocupante, que comprende las relaciones humanas en términos de intercambio de bienes y servicios, olvidando por completo lo más importante que hace a la patria: las personas.
La idea de mercantilización de absolutamente todo tiene como correlato la pérdida de todo tipo de sensibilidad humana, presupone que todo lo que uno haga tiene, necesariamente, que estar al servicio de un interés individual, de una ganancia monetaria o de un beneficio propio. Ya no existe el bienestar común, no existe el otro, no existe la empatía, la conmiseración, las acciones desinteresadas.
Y si efectivamente pudiéramos lograr eso, convertirnos en artículos comercializables, en bienes de uso, en productos intercambiables, anulando los sentimientos, las necesidades, los derechos, la comunidad; creo, sinceramente, que nos extinguiríamos muy rápidamente porque la lógica del beneficio propio pasa por alto el más básico de los instintos de cualquier especie: el de sobrevivir.
Nadie, en ninguna especie de la naturaleza, se salva solo. Y, si bien el concepto de estado-nación puede estar muy cuestionado por las extremas izquierdas y por las extremas derechas (que al fin y al cabo terminan encontrándose en algún rincón de por ahí), es ese concepto abstracto el que que permite que nos conectemos como comunidad: la bandera, el himno, la historia, los próceres, los ídolos populares, el sentimiento de pertenencia. Aboliendo eso, si solo quedan los individuos, aislados e imposibilitados de amar, aceptar y compartir con el desconocido, ¿qué nos queda?