Hace rato que no escribo y me pregunto si será porque no tengo nada para decir o porque todo lo que pasa por mi cabeza muere ahí. Sin dudas, pensamientos no me faltan, pero las palabras a veces no alcanzan para manifestar las ideas que me acechan.
No tener nada para decir, no tener nada para escribir, y sin embargo pensar más rápido de lo que la mente es capaz de procesar. ¿Cómo se explica eso? ¿Qué (me) hizo la postpandemia? ¿Acaso me silenció?
El otro día leía un hilo de twitter que expresaba con exactitud lo que me está pasando: la vida se volvió monótona. La vida después de la pandemia parece no tener sentido.
Tal vez no sea eso exactamente sino que cambiaron las (mis) expectativas con respecto a la vida. Tal vez haya creído durante esos meses de aislamiento, de suspensión del tiempo, de introspección y conexión conmigo misma, que luego de que todo eso pasara vendría un tiempo de grandes emociones. Pero ese tiempon nunca llegó. No hay grandes momentos, no hay sobresaltos. Me levanto, voy a trabajar, vuelvo a casa y todo sigue igual.
Supongamos que tiene que ver con que todas las grandes emociones en mi vida fueron previas a la pandemia. Supongamos que tiene que ver con haberme pasado dieciocho meses al cuidado exclusivo de un enfermo terminal y con después haber atravesado la montaña rusa de emociones que implica perderlo: los lados buenos de la muerte como fin del martirio de su enfermedad en simultáneo con los lados malos de la muerte como fin de ese vínculo hermoso y necesario en mi vida.
Casi inmediatamente después de vivir sensaciones tan extremas pasé al otro lado del abismo, a la nada misma, a la espera infinita de un tiempo que nunca parecía llegar. Con la amenaza de un virus potencialmente mortal por un lado y el deseo de mi propia muerte a flor de piel por el otro. Sorteé la pandemia como pude, preguntándome a veces por qué desinfecto las compras del supermercado si sería mucho más fácil exponerme a la letalidad de esta cepa que con aparente facilidad terminaría con todo mi sufrimiento.
Estimo que el instinto de supervivencia es más fuerte que el dolor. O tal vez no sea eso.
De pronto me encontré con que la vida volvió a la normalidad pero ya sin mi padre enfermo y sin una familia cerca que pueda llegar a hacerme sentir necesaria en el mundo. Ir a trabajar se convirtió en un sinsentido después de haber descubierto que mi trabajo se ejerce igual (a veces mejor) remotamente, y de pronto todo lo que parecía ser la meta al final del confinamiento se volvió una carga, una molestia, un motivo más para no tener ganas de levantarme de la cama.
Pero, inexplicablemente, acá estoy, levantada un domingo llenando la hoja aunque ya crea que no me queda nada por decir, ni mucho menos por hacer, pensando que no puede ser que la vida sea esto. Que no puede la adultez ser tan monótnona, que algo va a tener que pasar para que vuelvan las palabras a mi mente, para que vuelvan los sentimientos a mí, para que de pronto pueda volver a sentir que estoy viva.